lunes, 14 de junio de 2010

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lunes, 7 de junio de 2010

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domingo, 6 de junio de 2010

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miércoles, 2 de junio de 2010

TRABAJADORES DE LA NOCHE: Por què he robado.

POR QUÈ HE ROBADO
Alexandre Marius Jacob
Los trabajadores de la noche


JACOB ANTE SUS JUECES
Del 8 al 22 de marzo de 1905, tiene lugar en la au-
diencia de Amiens (Francia) el proceso contra «los trabaja-
dores de la noche», detenidos desde 1903, detención que
ponía fin a una actividad de tres años con más de 150
robos en domicilios, hoteles, castillos e iglesias.
La banda que Alexandre Jacob formara con su compa-
ñera Rose Roux, su madre Mane Berthou, y algunos otros
camaradas se proponía practicar el robo de manera cientí-
fica -se dividen Francia en tres partes según la red ferrovia-
ria- no como medio de reapropiación personal sino como
una forma de ataque contra el mundo de los poderosos y
como perturbación social.
La audiencia de Amiens les condenó a muchos años de
cárcel y, a algunos, a Jacob, a trabajos forzados de por vida.
Presentado recurso de casación, Marius Jacob es conde-
nado en Orleans, el 24 de julio de 1905, a veinte años de
trabajos forzados, y será deportado al penal de la Guayana
francesa, donde permanecerá desde 1906 hasta finales de
1925, tiempo en el que intentará una veintena de evasio-
nes, y pasará nueve años en celdas de castigo. «Por qué he
robado» es el texto de inculpación que Jacob leyó ante los
jueces de la audiencia de Amiens, y que aquí reproduci-
mos. También incluimos la carta que escribió a su madre
después de la sentencia de la audiencia de Orleans.
Señores,

Ahora sabéis quien soy: un rebelde que vive del pro-
ducto de sus robos. Aún más: he incendiado hoteles y he
defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del
poder. He puesto al descubierto toda mi existencia de lu-
cha; la someto, como un problema, a vuestras inteligen-
cias. No reconociendo a nadie el derecho a juzgarme, no
imploro ni perdón ni indulgencia. Nada solicito a quienes
odio y desprecio. ¡Sois los más fuertes! Disponed de mí
de la manera que lo entendáis, mandarme al presidio o
al patíbulo, ¡poco me importa! Pero antes de separarnos,
dejarme deciros unas últimas palabras.
Ya que me reprocháis sobre todo ser un ladrón, es útil
definir lo que es el robo.
Para mí, el robo es la necesidad que siente cualquier
hombre de coger aquello que necesita. Esta necesidad se
manifiesta en cualquier cosa: desde los astros que nacen y
mueren igual que los seres, hasta el insecto que se mueve
por el espacio, tan pequeño, tan ínfimo que nuestros ojos
pueden apenas distinguirlo. La vida no es sino robos y ma-
sacres. Las plantas, los animales se devoran entre ellos para
subsistir. Uno no nace sino para servir de pasto al otro;
a pesar del grado de civilización, de perfeccionabilidad,
el hombre no se sustrae a esta ley si no es bajo pena de
muerte. Mata las plantas y los animales para alimentarse
de ellos. Rey de los animales, es insaciable.
Aparte de los objetos alimenticios que le aseguran la
vida, el hombre se alimenta de aire, de agua y de luz. Ahora
bien ¿se ha visto alguna vez a dos hombres disputarse, de-
gollarse por estos alimentos? No que yo sepa. Sin embargo
son los alimentos más preciosos sin los cuales un hombre
no puede vivir. Podemos estar varios días sin absorber subs-
tancias por las que nos hacemos esclavos. ¿Podemos hacer
igual con el aire? Ni siquiera un cuarto de hora. El agua
forma las tres cuartas partes de nuestro organismo y nos
es indispensable para mantener la elasticidad de nuestros
tejidos. Sin el calor, sin el sol, la vida sería imposible.
Luego, cualquiera coge, roba estos alimentos. ¿Se hace
de ello un crimen, un delito? ¡Cierto que no! ¿Por qué se
reserva el resto? Porque comporta un gasto de energía, una
suma de trabajo. Pero el trabajo es lo propio de una socie-
dad, es decir la asociación de todos los individuos para al-
canzar, con poco esfuerzo, el máximo de felicidad ¿Es ésta
la imagen de lo que hay? ¿Se basan vuestras instituciones
en una organización de este tipo? La verdad demuestra lo
contrario. Cuanto más trabaja un hombre, menos gana;
cuanto menos produce, más beneficio obtiene. El mérito
no se tiene pues en consideración. Sólo los audaces se ha-
cen con el poder y corren a legalizar sus rapiñas. De arriba
a abajo de la escala social no hay mas que bellaquería de
una parte e idiotez de la otra. ¿Cómo queríais que, lleno de
estas verdades, respetara tal estado de cosas?
Un comerciante de alcohol o un dueño de burdel se
enriquecen, mientras que un hombre de genio va a morir
de miseria en un camastro de hospital. El panadero que
amasa el pan lo tiene en falta; el zapatero que confecciona
miles de zapatos enseña sus dedos del pie; el tejedor que
fabrica montones de ropa no tiene con que cubrirse; el al-
bañil que construye castillos y palacios carece de aire en su
infecto cuartucho. Aquellos que producen todas las cosas,
nada tienen, y los que nada producen lo tienen todo.
Tal estado de cosas no puede sino producir el antago-
nismo entre las clases trabajadoras y la clase poseedora, es
decir holgazana. Surge la lucha y el odio golpea.
Llamáis a un hombre «ladrón y bandido», le aplicáis el
rigor de la ley sin preguntaros si él puede ser otra cosa. ¿Se
ha visto alguna vez a un rentista hacerse ratero? Confieso
no conocer a ninguno. Pero yo que no soy ni rentista ni
propietario, que no soy mas que un hombre que sólo tiene
sus brazos y su cerebro para asegurar su conservación, he
tenido que comportarme de otro modo. La sociedad no
me concedía más que tres clases de existencia: el trabajo, la
mendicidad o el robo. El trabajo, lejos de repugnarme, me
agrada, el hombre no puede estar sin trabajar, sus múscu-
los, su cerebro poseen una cantidad de energía para gastar.
Lo que me ha repugnado es tener que sudar sangre y agua
por la limosna de un salario, crear riquezas de las cuales
seré frustrado. En una palabra, me ha repugnado darme
a la prostitución del trabajo. La mendicidad es el envi-
lecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier
hombre tiene derecho al banquete de la vida.
El derecho de vivir no se mendiga, se toma.
El robo es la restitución, la recuperación de la posesión.
En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio;
en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí
sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos hacien-
do la guerra a los ricos, atacando sus bienes. Ciertamente,
veo que hubierais preferido que me sometiera a vuestras
leyes; que, obrero dócil, hubiese creado riquezas a cambio
de un salario irrisorio y, una vez el cuerpo ya usado y el
cerebro embrutecido, hubiese ido a reventar en un rincón
de la calle. Entonces no me llamaríais «bandido cínico»,
sino «obrero honesto». Con halago me hubierais incluso
impuesto la medalla del trabajo. Los curas prometen el
paraíso a sus embaucados; vosotros sois menos abstractos,
les ofrecéis papel mojado:
Os agradezco tanta bondad, tanta gratitud, señores.
Prefiero ser un cínico consciente de mis derechos que un
autómata, que una cariátide.
Desde que tuve conciencia me dediqué al robo sin
ningún escrúpulo. No entro en vuestra pretendida mo-
ral que predica el respeto a la propiedad como una virtud
mientras que en realidad no hay peores ladrones que los
propietarios.
Podéis estar satisfechos de que este prejuicio haya cala-
do en el pueblo ya que es vuestro mejor gendarme. Cono-
ciendo la impotencia de la ley y de la fuerza, habéis hecho
de él el más sólido de vuestros protectores. Pero parad aten-
ción; todo tiene un tiempo.Todo lo que se construye por la
astucia y la fuerza, la astucia y la fuerza pueden destruirlo.
El pueblo evoluciona cada día. Mirad que todos los
muertos de hambre, todos los miserables, en una pala-
bra, todas vuestras víctimas, instruidos por estas verdades,
conscientes de sus derechos, armados con palancas, no
vayan a asaltar vuestros domicilios para retomar las rique-
zas que ellos han creado y que vosotros les habéis robado.
¿Creéis que serían más desgraciados? Creo que todo lo
contrario. Si se lo piensan bien preferirán correr cualquier
riesgo antes que engordaros gimiendo en la miseria. ¡La
cárcel, el presidio, el patíbulo! diréis. Pero qué son estas
perspectivas comparadas con una vida embrutecida, llena
de sufrimientos. El minero que gana su pan en las entrañas
de la tierra, sin ver jamás lucir el sol, puede morir de un
momento a otro víctima de una explosión de grisú; el pi-
zarrero que deambula por los tejados puede caer y hacerse
mil pedazos; el marinero conoce el día de su partida pero
ignora si volverá a puerto. Un buen número de obreros
cogen enfermedades fatales durante el ejercicio de su ofi-
cio, se agotan, se matan para crear para vosotros; y hasta
los gendarmes, los policías, que por un hueso que les dais
a roer, encuentran la muerte en la lucha que emprenden
contra vuestros enemigos.
Obstinados en vuestro estrecho egoísmo permanecéis
escépticos ante esta visión, ¿no es así? El pueblo tiene mie-
do, parecéis decir. Lo gobernamos con el miedo de la re-
presión; si grita lo metemos en prisión; si se mueve, lo
deportamos al presidio; si sigue, lo guillotinamos. Mal
cálculo, señores, creerme. Las penas que infligiréis no son
un buen remedio contra los actos de sublevación. La re-
presión, lejos de ser un remedio, un paliativo, no es sino
una agravación del mal.
Las medidas correctivas no pueden más que sembrar
el odio y la venganza. Es un ciclo fatal. Desde que hacéis
rodar cabezas, desde que llenáis cárceles y presidios, ¿ha-
béis impedido que se manifestara el odio? ¡Responded! Los
hechos demuestran vuestra impotencia. Por mi parte sabía
que mi conducta no podía tener otra salida que el presidio
o el patíbulo. Y podéis ver que esto no me ha impedido
actuar. Si opté por el robo no fue por una cuestión de ga-
nancias sino por una cuestión de principios, de derecho.
Preferí conservar mi libertad, mi independencia, mi digni-
dad de hombre, que hacerme artesano de la fortuna de un
amo. En términos más crudos y sin eufemismo alguno he
preferido robar antes que ser robado.
También yo repruebo el hecho por el cual un hom-
bre se apropia violentamente y con astucia del fruto del
trabajo ajeno. Pero es precisamente por esto que he hecho
la guerra a los ricos, ladrones de los bienes de los pobres.
También yo quisiera vivir en una sociedad en la que el
robo fuera desterrado. No apruebo y no he usado el robo
sino como medio de rebelión para combatir el más inicuo
de todos los robos: la propiedad individual.
Para destruir un efecto hace falta destruir su causa. Si
hay robo es porque hay abundancia de una parte y escasez
de otra; es porque todo no pertenece más que a unos po-
cos. La lucha no acabará hasta que todos los hombres pon-
gan en común sus alegrías y sus penas, sus trabajos y sus
riquezas; hasta que todas las cosas pertenezcan a todos.
Anarquista revolucionario he hecho una revolución.
Venga la Anarquía.
Jacob.
Miércoles, 26 de julio de 1905
Querida mamá,
Como siempre un poco de migraña, pero soportable.
Vuelvo a la audiencia, a la escena: drama y comedia social,
todo a la vez. En los pasillos del teatro encuentro a mi
abogado -no creas que porque te digo «encuentro» es que
me estaba paseando solo. No. Cual astro superior tenía seis
satélites que seguían mis evoluciones.
-¡Mira! me dice irónicamente. Con estas gafas estáis
para pintaros. Parecéis un pastor protestante.
-El vicario de Wakefield.
-Justo.
Y, no obstante, bromas aparte, no se equivocaba. Si
no soy un pastor protestante, soy un rebelde protestante y
protestaré hasta mi último soplo de vida contra el contrato
social, como lo llama Jean-Jacques.
De forma contraria al uso común, el sorteo de los jue-
ces no se hace en público. Vamos a asistir a esta formalidad
en la sala de las deliberaciones. Algunos instantes después
el telón se levanta.
La cosa promete. La sala está repleta. El público se
divide en dos géneros bien distintos: los amos y los sirvien-
tes. Entre los primeros: M. Rabier, diputado(matiz lila),
Madame la prefecto (no está mal, Madame la prefecto;
para una provinciana lleva bien el tocado), así como otras
muchas personalidades locales; muchos magistrados bien
reconocibles por su inteligente fisonomía. Entre los otros,
criados, muchos criados, sólo criados. En Amiens, hubo
carreteros, cerrajeros, panaderos, albañiles; en Orleans no
hay más que conserjes, mozos, sacristanes y nodrizas reti-
radas. Un efecto del medio.
-Acusado, levántese.
-Levántese Vd mismo, buen hombre.
-Me esperaba su respuesta. De todas formas, le hacía
más inteligente para no repetirse, me responde el presiden-
te, un compatriota, a manera de indirecta.
Creería el buen hombre que me iría a acostar en el
banco para no repetirme. Me ves tu echándome una siesta
en los bancos de la audiencia...
En cuatro palabras le explico el por qué de mi acti-
tud.
-Cuando Vd. viene a verme a la cárcel, yo me quito
el sombrero porque Vd. se lo quita; pero aunque no se lo
quitara yo lo haría, ya que me gusta ser cortés conmigo
mismo antes de serlo con los demás. Pero aquí no se trata
de lo mismo. Es una cuestión de dignidad Vd juez, magis-
trado, al decirme: «Acusado, levántese», «Acusado, descú-
brase» y permanecer ud sentado y con la cabeza cubierta,
pretende ser superior a mí; lo cual yo niego. Por más que
ud. se arrope con vestidos rojos, no deja de ser un hombre,
igual que yo. Por otra parte, igual que Darwin, creo des-
cender del mono y no del perro. Ahora bien, nunca se ha
visto un mono lamer la mano que le pega o que le va ape-
gar. He aquí, señor, las razones por las cuales permanezco
sentado y con la cabeza cubierta.
En el fondo este presidente es un pobre diablo. Muy
inteligente, erudito y muy imparcial. Muchas veces ha in-
tentado quitarme la palabra pero yo me he hecho el sordo
y he continuado hablando. He empleado la perífrasis, el
eufemismo; y, a decir verdad, si no se hubiera tratado más
que de él creo que no me hubiera interrumpido nunca Me
pareció que su vecino le pisaba. Y por otra parte juega la
cuestión magnética de la sugestión. ¡Entiendes! los conser-
jes, los sacristanes y las nodrizas retiradas,..
Así, todo bien pesado y juzgado, he de ser justo. Es
por lo que, te repito, ha sido imparcial.
No te contaré todas las humoradas, todos los golpes
que les he ofrecido; sería demasiado largo. Me basta con
decirte que les he servido Juvenal en bullabesa y Aristó-
fanes en alioli. ¡La flor de Provenza! Después del interro-
gatorio de identidad: nombre, apellido, edad y profesión
(profesión: empresario de derribos: es expresivo y poéti-
co), el Sr. abogado de los ricos da lectura a un oficio del
ministerio del Interior en el que se anuncia la muerte de
Royere. ¡Muerto en prisión, e inocente! Protesto contra su
condena:
-Royere no era un soplón. Royere no ha querido de-
nunciarme. He ahí su crimen.
-Bueno, bueno, me dice el presidente. Si ha habido
error judicial, su familia podrá obtener una revisión y una
rehabilitación.
Durante la exposición de los hechos, el presidente
hubiera querido que hiciera un curso de ralerología. Pero
no me muevo; aparte de que no poseo el talento que me
suponen. Esta gente cree que puedo abrir todas las cajas
de caudales. Se es caja fuerte o no, ¡qué diablo! Y si son
fuertes ¿por qué tendrían la debilidad de sucumbir a las
caricias de los rateros? Está más claro que el agua.
A propósito del testimonio Chardon -uno de los agen-
tes-, me temía que declarara que en 1901 yo había querido
comerle. Después de escuchada la declaración del testimo-
nio Couillot, el agente sobre el que disparé, el presidente
lo felicitó como a un héroe.
-Pero, señor, un héroe que retrocede sólo es
medio héroe, le hice observar.
Esta broma no fue del agrado de la audiencia. El pre-
sidente me replicó fuertemente. Para no atraer sus iras,
añadí mis felicitaciones a las de él, diciendo.
-De acuerdo, ha sido digno del Capital y de la
Propiedad.
Acabada la audición de los testigos, diez minutos de
entreacto. Nos fuimos a los bastidores, yo y mis gendar-
mes. ¡Qué mentalidad la de estos gendarmes! Orleans no
se halla junto al mar, sin embargo no faltan los moluscos.
A l mirar la luna los ojos la ven plana; es sólo por el razo-
namiento que la comprendemos redonda. Al ver ciertos
hombres, se les ve una cabeza; basta hablar con ellos para
darse cuenta de que son acéfalos. Hace aproximadamente
un mes que en Orleans ha habido una ejecución capital.
Estaban satisfechos. ¡Valiente gente!
Volvemos a escena.
El presidente, suponiendo seguramente que ha hecho
las cosas sólo a medias, me da la palabra. Después viene el
turno del defensor del Capital. Me esperaba frases vacías y
vanas. De ningún modo. En un discurso breve y conciso,
el abogado de la República, haciendo una comparación,
por otra parte lógica, con el acta del camarada Duval, pide
a los jueces el mismo resultado: la pena de muerte.
Sin embargo le faltó tacto, y sobre todo sinceridad, al
atacarme en mis principios, en mis convicciones filosófi-
cas. Yo creía que él podía odiar a un hombre sin ensuciarlo.
Me equivocaba. Le repliqué con un poco de ánimo y con
mucha mala fe, riéndome de su talento oratorio. También
fui cáustico; pero más veraz. Le dije:
- Puedo creer, dije dirigiéndome a los jueces, que en
esta sala hay personas que ejercen diversas profesiones. Por
ejemplo, el panadero hace pan, el zapatero zapatos, el mo-
linero muele el trigo, el albañil construye casas. El, señores,
el honorable abogado de los ricos, hace cortar cabezas...
¡bonito oficio! ¡Ahí,.. Me olvidaba decir que me llamó far-
sante. ¡Farsante!... Ciertamente, no seré yo quien le vaya a
contradecir. ¿El mundo no es un inmenso teatro donde se
agitan toda clase de pasiones, donde cada uno hace su pa-
pel, papel de víctima, de picaro o de rebelde? Hay farsan-
tes inútiles, farsantes mediocres, los hay de medianos y de
superiores; y olvidaba los figurones, las inutilidades como
se dice en argot entre bastidores. Para que yo haya sido
objeto de la atención del representante de la Burguesía,
es que debo pertenecer a los farsantes superiores. Estoy
encantado: no todo el mundo puede decir lo mismo. En el
drama social «Ladrón y robado» que se representó el lunes,
qué pocos había que pudieran merecer este título...
Después de mi réplica, mi abnegado y eminente de-
fensor toma la palabra.
Decirte que el juez respondió deforma negativa a la
cuestión: intención de matar, es hacerle el mejor y más
merecido de los elogios.
El tribunal podía sentenciar trabajos forzados en per-
petuidad. Pero por una razón que no creo útil decirte, hizo
prueba de inteligencia y habilidad reduciendo la cifra a
veinte años.
Después de la deliberación del jurado, el presidente
me invitó a levantarme para escuchar el veredicto. ¡Levan-
tarme para recibir garrotazos! Permanecí sentado.
Verdaderamente la ley tiene estos inauditos encantos.
Del veredicto de Amiens y de este de Orleans, puede
sacarse la siguiente conclusión:
La incompatibilidad de la igualdad y de la ley. En
Amiens, acusado de lo mismo, en las mismas circuns-
tancias, el jurado responde: intención de matar; aquí en
Orleans, dice que no. Me hacen reír. Quieren la igualdad
ante la ley, cuando aquella no existe en la naturaleza. En
un mismo árbol no hay dos hojas iguales. Lo mismo pasa
con los hombres.
En una sociedad en la que los intereses están separa-
dos, unos ven blanco lo que para otros es negro. Lo escribí
en una carta: «No hay ni una ley, ni un reglamento que
no conduzca al absurdo.» La prueba está en que por un
mismo delito un hombre será ejecutado en Amiens mien-
tras que en Orleans se saldrá con unos cuantos años de
cárcel. ¡He aquí la Justicia! No estoy hablando más que de
la forma moral de ver las cosas; pero, como en mecánica,
la justicia obedece también a una fuerza.
En mecánica hay fuerzas químicas y físicas; la fuerza
centrífuga, la centrípeta, la fuerza de inercia; en Justicia
sólo hay una fuerza, la fuerza del dinero. Como dice aquel:
«según seas poderoso o miserable». Es lo que les he explica-
do. Hay truhanes que ponen la edad de oro en la infancia
de la humanidady llaman nuestro siglo la edad de hierro.
Error. Hace ocho o nueve siglos no se juzgaban las causas
en una sala, sino en la arena; no se luchaba con el flujo
labial, sino con armas. El caballero que poseía la mejor
armadura, la mejor lanza, el mejor escudo era proclamado
inocente. Se le aclamaba. Las damas se lo disputaban: era
un dios, un héroe. Tenía placeres, poder y riqueza. Era el
hombre honrado de aquel tiempo. Hoy, época de luces y
de progreso, ya no hay armaduras sino monedas, ya no hay
lanzas sino billetes de banco, ya no hay escudos sino cajas
de caudales repletas de oro. Sólo pensarlo y me figuro ser
un pastor de Arcadia-Hablemos de otra cosa.
He enviado mis dos gabanes, mis botines y algo de ropa
interior que ya no necesito, al señor Develay. Se lo he envia-
do aportes debidos y urgente. Si fuera más rico lo hubiese
pagado. Pero no será caro, de 1,5 a 1,75 francos aproxima-
damente. Escríbelos para que te den acuso de recibo.
Es inútil que Rose escriba a su hermana para que me
envíe papel puesto que voy a irme de un día a otro. No
tardaré en dejar Orleans.
He pasado tres meses tranquilos en esta cárcel. Todo
el personal se ha portado muy correctamente, dentro de lo
que las leyes de la cárcel les permitía. Los burgueses van a
Vichy, a Spa, a Plombiéres, a Baden-Baden: yo veraneo en
los conventos de la República.
Cuestión de gustos... y de dinero.
Tengo miedo de pasar aún un invierno en Europa si
no salimos hasta marzo. Dudo de que haya una salida en
octubre. Esto me fastidiaría ya que como a los tomates
tampoco me gusta el frío.
Apuesto que tu y Rose habréis sufrido al no recibir
noticias mías. No os quejaréis, ahora tenéis qué leer. Hace
tres horas que escribo.
Te abrazo afectuosamente.
Mil besos a Rose y mis saludos a los esposos Ferré, y a
todos los camaradas,
Alexandre.